viernes, julio 28, 2006

Excurso


Por Orlando Arroyave

Hay dos formas de llenar auditorios; la primera consiste en denigrar de la razón; la segunda, en invocar la palabra contemporáneo (o sus proximidades: nuevo, post., etc.). En el primer caso, nos alegra compartir cierta desconfianza que sentimos hacia la razón. Después de todo la razón ha sido una promesa que se ha disuelto entre estragos y pavores. Su impopularidad se la tiene bien merecida. La razón ha pretendido realizar una utopía o un sueño que se expresaba en el anhelo de Francis Bacon, en La Nueva Atlántida: el triunfo de la razón, encarnada en los efectos regocijantes de la ciencia.

Los detractores de la razón sólo perciben sus estropicios, olvidando sus posibilidades. Podemos atenuar en algo lo anterior, y afirmar que esta sentencia es excesiva: la razón no es una enemiga de la vida o de la naturaleza, es una de sus tantas manifestaciones, que convive con lo plural o lo multiforme, sin olvidar sus límites o sus oscuridades.

Quizá vemos como enemiga a la razón (esa que Nietzsche nombrara como “vieja hembra engañadora”), por cuanto ha pretendido desmitificar el mundo. Es lo que los románticos del siglo XIX llamaban el “desencantamiento del mundo”; los velos que cubrían el Universo son rotos por el escarpelo de la razón científica, perdiendo el mundo así su magia y su orden mítico.

Los mitos han ayudado en algo a comprender los límites cognitivos de lo humano, cuando no el de pacificar en algo lo miserable de la existencia
[1]; cuando la razón pretende destruir nuestras ilusiones lo sentimos como un atentado. El hombre no puede vivir sin ilusión (en el sentido freudiano: realización de deseo) o sin engaños.

La segunda forma de llenar auditorios, aquella que nombra lo reciente, lo nuevo (y en nosotros hay un temor de no estar a la altura de nuestro tiempo, de sus demandas y sueños) es más riesgosa que la anterior, puesto que no cuenta con la ventaja de la distancia del tiempo. Estamos anhelantes de que alguien nos dé signos en que reconocernos. Signos renovados. Somos una cultura que amamos los estrenos. Estamos a la caza de la novedad y queremos sobrepasar el pasado. Tememos envejecer, pasar por no contemporáneos. Esto se evidencia en el elogio exacerbado de la cultura actual a la juventud y el desprecio a la vejez y a la decadencia.
Al no tener referentes estables, buscamos con afán que alguien dé cuenta de nuestro presente, tan abigarrado y efímero, tan perturbador y atrayente; descubrirlo es una apuesta o un desafío. Una apuesta que tiene el riesgo de la proyección y de la falta de perspectiva. El desafío, por su parte, debe ser entendido como reto: descubrir entre tanto signo heterogéneo y confuso aquellos que nos atraviesan y reconocernos en ellos.

Mientras desconfiar de la razón encuentra acicate en el inventario lúgubre de la razón, que a veces cubre el presente con una pátina de infelicidad y de Apocalipsis, la apuesta por detectar los trazos de la contemporaneidad se asienta en un topos más frágil: dar en la diana de lo que somos es siempre un juego que puede llevar a engaño.

Corramos el riesgo de pensar lo contemporáneo –y por tanto de llenar auditorios- y tomemos como objeto de reflexión la sexualidad. Es más, debemos preguntarnos si existe algo que podamos denominar sexualidad contemporánea.

Desde las investigaciones de Michel Foucault hemos aprendido que no existe una sexualidad de hoy y para siempre; la sexualidad está sometida a ropajes históricos y culturales. En nuestro afán occidental de escapar al devenir, buscamos la trascendencia, entendida esta como el lugar de los fundamentos, ajenos a la historia y a los accidentes o las particularidades contextuales. Si es cierto que la historia y los contextos atraviesan la sexualidad, nuestra tarea como pensadores o investigadores es descubrir o resaltar esos signos de nuestra sexualidad presente.

Comencemos por afirmar que en la sexualidad no hay lo que se denomina con tanta solemnidad y con un tanto de retórica una “identidad profunda” que hunde sus raíces en las fuentes primigenias de la cultura (por ejemplo, el complejo de Edipo, tal y como lo entendía Freud y sus seguidores). Frente al resquebrajamiento de los referentes se nos invita a reconocer el pasado. Y debemos volver al pasado, por cortesía. Volver, claro, pero para despedirnos. Al pasado se retorna con frecuencia para decirle adiós. Cuando se nos invita a volver a los antiguos para descubrir nuestra identidad, como proponen algunos movimientos neo-románticos, es tan ingenuo como inútil. Debemos agradecer la invitación, y a la vez desdeñarla. Allí no podemos reconocernos más que en formas desvaídas o agónicas.

Esto conduce a afirmar que no existe una identidad (sexual, humana) eterna, firme y esencial, ajena a los avatares y accidentes del tiempo y la cultura. Toda empresa esencialista, digamos que metafísica, de la sexualidad es un fracaso, sea esta en nombre del psicoanálisis, de la psicología o la ciencia. Hacer esta afirmación esencialista es no haber entendido que las categorías que nombran la sexualidad están atravesadas por el devenir humano. De ahí se sigue que ante la emergencia de nuestras formas culturales de abordarla, v. gr. la reproducción artificial o la clonación, los esencialistas perciban en estas nuevas estrategias evolutivas, formas nuevas de “perversión” o de destrucción de lo humano. No han entendido que ni siquiera el sexo es eterno; éste está sometido a un proceso evolutivo, si confiamos en los que nos han enseñado los biólogos, que no se detiene. La vida ensaya una otra y otra vez formas de manifestarse, y la reproducción sexual es una de las tantas formas de transmisión de la vida, no la única
[2].

Ahora bien, cuando nombramos “sexualidades contemporáneas” (más adelante justificaremos el plural que guiará nuestra reflexión), lo primero que evocamos es, casi en coro, casi en estribillo, el desborde de los límites pulsionales, la pérdida de bordes entre lo masculino y femenino, la ambigüedad sexual, el bisexualismo, etc. Estas son formas que están presentes en la sexualidad contemporánea, pero son formas más bien híbridas, en que confluyen el pasado y el presente, o por decirlo de otro modo, son los signos caleidoscópicos de la cultura antigua o reciente (a su vez pueden estar presentes en los hombres del futuro; no lo sabemos). Signos sí, que nos atraviesan, que quizás han estado allí en otros tiempos y otras culturas (con sus conflictos, con sus énfasis, con sus treguas y olvidos); hace parte de la historia de la cultura humana.
Propongamos, siempre invocando la discusión y la pluralidad, que lo que determina o acoge nuestra sexualidad son dos ejes: el rompimiento de los referentes únicos, inamovibles y eternos, y la presencia de la cultura tecnocientífica en nuestras formas de percibir, sentir, pensar y situarnos en el mundo.

Enunciemos a modo de juego -y que no se nos tome muy en serio- algunos rasgos que se desprenden de estos ejes, si bien aceptamos de entrada que pueden existir otros. Lo mejor que podemos hacer es sugerir. Hagamos nuestra apuesta.

(1) La muerte de todo fundamento último.
Occidente tiene una nostalgia del Uno. La búsqueda del ser, es la prueba fehaciente de esa tendencia. La razón sería, a su vez, a partir de la modernidad, la expresión cabal de ese anhelo; el ser se encuentra entre los fundamentos dados por la razón.

El romanticismo, con su vuelta a la naturaleza, en apariencia es un cuestionamiento de esta tendencia. Pero el romanticismo también surge como una vuelta a la unidad, una vuelta que la encarna la Madre o la Tierra (que sustituiría una razón monológica y tiránica). La queja romántica del rompimiento de la unidad entre el hombre y la naturaleza, con la emergencia de la conciencia, expresa un reproche y una terapéutica: hay que volver a las fuentes primigenias de la cultura, a sus armazones simbólicos y sensitivos; vuelta, sin embargo, al Uno. Es como si en Occidente no nos hubiéramos resignado a la fragmentación de la visión del mundo. Hoy podemos afirmar: ni unidad mítico-religiosa ni unidad de la razón. El monótono-teísmo, sea este nombre de la razón o de la naturaleza, que denuncia con sorna Nietzsche, ha quedado mortalmente herido.

Las invocaciones de la Ley o el Padre (y sus expresiones como Patria, Nación, Familia, etc.), han sido igualmente vencidas por la cultura actual. Los referentes agrupantes han sufrido un derrumbe desde el origen mismo de la modernidad, dejando a algunos nostalgia de un supuesto mundo donde la Ley gobernada sin menoscabo, donde su presencia era acatada por todos.

La ciencia con su defensa a ultranza de la razón, buscando una codificación plena de todo lo existente, contribuyó a su pesar en esa manifestación propia de la modernidad: la fragmentariedad de las visiones, pensamientos y emociones, en suma, la muerte de una autoridad única.

¿Por qué la modernidad fragmentó el orden natural y humano? Porque la ciencia enseñó a los hombres a interrogar todo lo existente (ética, naturaleza, cultura, etc.); en otras palabras, a sospechar de lo firme, promoviendo en cada hombre la utilización de su propio intelecto. La autoridad es un referente plausible de la verdad, pero no su garante o custodio. El grito nietzscheano de “Dios a muerto”
[3] expresa esta nueva sensación moderna; no es la consigna de un ateo, como apresuradamente se afirma, sino la denuncia –una denuncia que tiene algo de trágico y de celebración- del fin de la unidad de un mundo. La razón destruyó la unidad del mundo religioso, mítico o metafísico, y quiso instalarse allí para gobernar el mundo. Ilusión; la razón misma estalló para habitar un mundo plural. Es verdad que para defenderse la razón ha querido imponer un orden reglamentado y fijo. Sus consecuencias han sido devastadoras: un fracaso ético y político. Lo quiera la razón o no, siempre habrá una objeción a la normalización o racionalización del mundo.

Podemos hasta aquí hacernos una pregunta, y es: ¿Cómo este nuevo orden de muerte de todo fundamento ha signado la sexualidad?

Durante los siglos XVIII y XIX, la física, y posteriormente la biología, se tornaron en paradigma de la regularidad, y se pensó la sexualidad humana (lo que es ya un pleonasmo) bajo su sombra. Así como el Cosmos y la Tierra tienen trayectorias y fuerzas regulares, la sexualidad está presa de este mismo orden natural y eterno (recuérdese que para los científicos de estos dos siglos el Universo es eterno e imperturbable).

El siglo XX hace su aparición con un nuevo saber y disciplina, el psicoanálisis, que interrogará esta supuesta “naturalidad” de la sexualidad. Sin embargo, esta práctica tan revolucionario en sus inicios pretenderá, a su vez, atrapar la sexualidad bajo parámetros normativos: no normalidad biológica sino normalidad simbólica. Lo cual queda expresado en sus categorías tales como falla en el orden simbólico, Edipo normal o positivo, castración imaginaria presentes en las sexualidades perversas, etc. La psicoanalista Colette Soler resumirá el proyecto freudiano así: con el “complejo de Edipo y las diferentes identificaciones que genera, Freud da consistencia al Otro del discurso. Otro que anuda sus normas, sus modelos, sus obligaciones y sus prohibiciones, con una identidad anatómica. Otro pues que impondría una solución standard al complejo de castración, la solución heterosexual, que rechaza toda otra solución en la atipia o la patología. Otro, para decirlo con Lacan, que erige los semblantes propios al ordenar las relaciones entre los sexos (…)”
[4]. Como todo saber o disciplina social y humana, el psicoanálisis a su vez confundió lo dado con lo que debería ser, esto es, construyó sus explicaciones desde una norma olvidando que la cultura humana es más amplia y variada que sus teorías.

Pero este orden normativo, biológico o “simbólico”, con su férreas o débiles regularidades, se ha desmoronado. Pocos podrían hacer una defensa de un patrón único de sexualidad, como modelo donde las demás expresiones sexuales son desviadas o “perversas”, sin caer en un anacronismo, por ejemplo, pensar que la sexualidad griega es perversa por tener otros juegos intersexuales diferentes a los nuestros, en que categorías como homosexualidad, heterosexualidad o bisexualialidad pertenecen a nuestro tiempo y no al mundo antiguo.

Con la interrogación de una sexualidad única o normal, emergieron, a pesar de las tentativas de los saberes “psi”, múltiples sexualidades, ajenas a los raseros estrechos impuestos por los médicos, psicólogos o psicoanalistas.

El complejo de Edipo formulado por Freud se encuentra felizmente horadado por la cultura tecnocientífica, a pesar de los pavores que suscita en algunos psicoanalistas la intervención de la ciencia y el mercado en la relación entre los sexos.

(2) La pluralidad de la sexualidad.
Esto conduce a interrogar un paradigma único de sexualidad: heterosexual, falocéntrica y reproductiva, que sería la norma para otras formas de sexualidad, siendo estas últimas sexualidades infantiloides o atrofiadas. Modelo caro a la ideología del siglo XIX, propia de un capitalismo floreciente y expansivo, que soportaba su fortaleza en la renuncia sexual para encauzar la “energía” física a las tareas productivas – que incluía la familia -, y que requería de un mito de la concentración de fuerzas (la famosa acumulación), donde la sexualidad no podía ser malgastada en juegos no productivos. El único modelo saludable de sexualidad sería el encuentro genésico o reproductivo; posteriormente se aceptará un divorcio entre placer y reproducción, conservando, eso sí, el carácter heterosexual de la sexualidad humana, como modelo de salud mental. Sexualidades nocturnas frente a la sexualidad faro de la normalidad. Nosotros somos subsidiarios de este legado: nos sentimos incómodos con la pluralidad, a pesar de nuestra supuesta liberalidad. La aceptamos a regañadientes. Pensamos, en nuestro fuero interno, que existe una norma sexual, no norma en cuanto a un patrón mayoritario, sino como patrón de lo que debería ser, asumiendo así otras sexualidades como formas periféricas y jerárquicamente inferiores a la sexualidad-norma. Se las acepta - por ejemplo la homosexualidad - pero como desviaciones. Como consecuencia de ello conservamos, principalmente desde esferas académicas como el psicoanálisis o la psiquiatría, términos como “prácticas perversas”, aunque se apresuran, lo que hace más sospechosas sus reflexiones, de que no se trata de un término moral sino “clínico”. Empero asistimos, queramos o no, a una pluralidad de manifestaciones, a una eclosión de goces, que antes fueron patologizados o denigrados en nombre de una norma o de una clínica, en suma de una moral. Somos aun victorianos, así pertenezcamos al Tercer mundo, victorianos agrietados o interrogados que nos defendemos con teorías cansadas o que pertenecen a otros tiempos que nos nombran.

(3) La despatologización de la sexualidad.
Muchas de las antiguas disciplinas o saberes encargados de pensar, clasificar y tratar los desvíos sexuales se han quedado atrás de los tiempos al abordar la sexualidad desde las viejas categorías, conservando la cansada nomenclatura psicopatológica del siglo XIX, arrastrando consigo la moral que las creó. Lo interesante es que cada vez se les toma menos en cuenta. Y aunque se añora las viejas clasificaciones
[5], socialmente la cultura contemporánea sabe algo más que los doctos: el lenguaje lleva consigo la memoria, con sus asombros y exclusiones. Recordemos las palabras de Nietzsche: no “vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”[6]. No hay términos inocentes. No hemos podido hacer nuestra la sentencia de Mallarmé – dicha en otro contexto pero aplicables a estas reflexiones -: “Limpiemos las palabras de la tribu”. Como bien lo expresa el psicoanalista Jacques-Alain Miller, en su libro Elucidación de Lacan, conceptos como la perversión, no dejan de llevar el lastre de la moral, por mucho que pretendamos neutralizarlos con un distanciamiento o una asepsia moral. Un ejemplo de ello es el psicoanálisis que contribuyó con sus investigaciones a interrogar la psicopatología, pero paradójicamente se ha apropiado de su terminología; si bien le ha dado muchas veces connotaciones diferentes a las psicopatología clásica, no deja sus ambigüedades morales o conservadoras, mostrando incluso resistencia a abandonar su nomenclatura, contribuyendo con sus términos a la perpetuación psicopatológica de algunas sexualidades o a sus exclusiones.

Asistimos no sólo a la despatologización de estas sexualidades periféricas sino a su autoaseguramiento. Esto es, a una afirmación o identificación de ciertas prácticas que antes fueron medicalizadas, terapeutizadas o perseguidas penalmente. Actualmente no se trata de desafío o transgresión sino de disfrute. Los encuentros o festivales de sadomasoquistas en Nueva York o los Ángeles, por ejemplo, son la comprobación del olvido de ciertas psiquiatrización de la sexualidad. O su desprecio, cuando no su indiferencia por las palabras de los autodenominados expertos de la sexualidad.

(4) La ironía como arma de rebelión.
Estas sexualidades periféricas, denominadas impropiamente - o propiamente, según desde el horizonte moral que lo formulemos - perversas, han utilizados para su autoafianzamiento de los recursos propios (tecnológicos, éticos y políticos) de la modernidad. Para sus proyectos de libertad, algunos militantes recurrieron a los referentes revolucionarios de la democracia moderna; conquista de derechos de los movimientos feministas o gay, por ejemplo. Es decir, de los canales de la democracia liberal que propugna por un sistema de derechos y conquista de igualdad para todos, corrigiendo los mecanismo de participación y de disfrute de esos derechos cuando existe solapamiento de libertades bajo la égida de la normalidad o sistema mayoritario, en detrimento de las alteridades no reconocidas
[7] . Y si bien no han cesado estas luchas, estas han cedido a una forma de juego que podemos denominar como irónico. No se trata de la argumentación reivindicativa por medio de una racionalidad democrática y dialógica sino de acciones estratégicas, esto es, de formas alternativas, más allá de los linderos democráticos para tener una presencia en lo social. Lo que se busca es un impacto mediático más que la aceptación democrática de prácticas y sentires. La ironía es la sutil arma que tienen los espíritus delicados, risueños y contemporáneos de enfrentar al poder. La ironía es una forma de liberación y de desacralización de una lucha.

Se ha acusado a muchos de estos movimientos de trivializar las luchas. Podemos cuestionar este reproche, y afirmar con más precisión que lo que se pretende es la exploración de otras formas de hacer frente a la exigencia de novedad de la cultura de los mass-media. Aunque también podemos afirmar que muchos de las llamadas sexualidades periféricas no buscan reivindicaciones, simplemente se asumen, sin desafío o transgresión. Mientras la prédica de la liberación –a veces tan necesaria en las sociedades de derechos injustos, es decir, la mayoría de las sociedades modernas- es un remanente de autoconvencimiento o búsqueda de una aceptación de la normatividad o normalidad existente, la asunción no se interroga ni lucha, se asume sin tragedia ni dolor.

(5) La desculpabilización de la sexualidad.
Pascal Quignard ha demostrado en su texto Le sexe et l’effroi, como a partir de la reforma de Augusto a finales de la última centuria antes de Cristo y la primera década de nuestra Era, en el imperio romano el erotismo gozante y precioso de los griegos se trasmutan en un erotismo de “melancolía asustada”.

Las farsas posteriores del Medioevo pretendieron recuperar este espíritu lúdico, pero ya estaba estropeada la visión del placer sexual tal y como la concibieron los griegos; en mayor medida eran farsas moralizantes que buscaban enseñar a los individuos cómo comportarse según los cánones de la moral cristiana naciente o a través de la transgresión luchaban contra un orden que se consideraba opresivo e infeliz.

La sexualidad que Nietzsche nombra como feliz o dionisíaca de los griegos, arrobada a la embriaguez, “sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas”
[8], es sustituida así por el resentimiento, ese odio de los espíritus mórbidos que no toleran la vida en su ímpetu y poder, es decir en su plenitud. El cristianismo posteriormente encarnará en Occidente ese resentimiento a la sexualidad, asociando sexualidad con pecado y culpa. La sexualidad es el demonio que trastoca el dominio del cuerpo. El cuerpo - y es una tesis de los neoplatónicos - es impureza, es lo inmundo, es lo que habita lo inframundo; lo bajo se contrapone a lo alto, propio del espíritu o el alma.

Este discurso será retomado nuevamente a finales del siglo XVIII, desde una perspectiva médica, con la invención de la psiquiatría, apropiándose incluso de algunas categorías cristianas (el concepto de perversión, es uno de ellos). La psicopatología sexual que nace a mediados del siglo XIX, barnizará los viejos pecados cristianos con una capa de cientificidad. Los antiguos catálogos de pecados, serán sustituidos por una semiología psiquiátrica, bajo el semblante adusto de la neutralidad médica. Sin embargo, la burguesía naciente tiene como referente sexual la moral cristiana adobada de terminología seudocientífica. Aún la llamada “moral laica” retomará sin saberlo los horizontes morales del cristianismo.

Su referente para pensar lo humano, sus accidentes y autorrealizaciones, será la familia y sus componentes básicos: la madre, el padre y el hijo. La burguesía retoma la frágil constelación intersubjetiva, idealizada y afectiva creada por el cristianismo
[9], y se le da un mito científico. Y vuelven las trajinadas fábulas monogámicas en que toda infidelidad es vista como un desvío de los cauces naturales de los encuentros humanos. O el mito de un instinto materno, propio de la mujer dispuesto a sacrificar su ser en aras de la familia y la humanidad toda. La familia burguesa, calco de la familia cristiana, fue así el crisol de la culpa.

La culpa podía darse en muchas direcciones. La primera, olvidar el deber de todo hombre y mujer: ser el portaestandarte de una identidad, según la anatomía corporal, y fundar una familia (la soltería es vista como una constatación de fracaso personal). Segundo, principalmente para las mujeres, el deber de ser padre o madre; se hablará entonces de madres o padres desnaturalizados o de “instinto materno” degenerado. Los hijos son así el producto de la culminación de una madurez sexual e identificatoria. Tercero, el divorcio entre sexualidad y amor es percibido como la fuente de toda patología o la seña de una degeneración o extravío de la naturaleza humana.

Hoy asistimos a otros referentes y otros sentires, sin dejar de estar presente la sombra de ese mundo de idealización de la familia y la pareja. En la actualidad asociar sexualidad con culpa es una tarea difícil de realizar.

Muchos pedagogos, padres y científicos sociales tratan de promover el antiguo orden. Se invoca entonces, la responsabilidad, la necesidad del amor, etc. Es como si se reclamará sentir culpa por nuestros actos sexuales no reproductivos. En nada se evidencia el nexo entre disciplinas “psi” y la religión del resentimiento como el asocio entre culpa y sexualidad (Un ejemplo de ello es la “categoría diagnóstica” entre neurosis y perversión; mientras en la primera el sujeto se interroga y se culpabiliza, en la segundo este no se interroga por sus prácticas y no siente culpa por sus actos).

(6) La no diferencia entre sexo y amor.
Occidente ha hecho una escisión entre amor y sexo desde sus orígenes. El sexo es la pasión, es el cuerpo que se manifiesta en su fiereza biológica, indomeñable y ajena a los dictámenes de la cultura y sus ideales. El amor, en cambio, es lo sublime, es la fuerza arrolladora y pura que une los cuerpo en un diálogo con el Cosmos; el sexo es egoísmo, pasión efímera y mortal; el amor es entrega y sacrificio, pasión perdurable e inmortal. Hoy este dualismo tan milenario ha sido estropeado.

Primeramente, la barrera entre sexo y amor ha desaparecido; Freud con sus formulaciones contribuyó en algo al franqueamiento de esta barrera tan apreciada antiguamente; todo amor, por muy sublime y casto que lo consideremos, comporta elementos pulsionales; y a su vez, todo encuentro sexual por muy efímero que sea comporta los ideales, el fantasma y la búsqueda de ese primer objeto amoroso que guió al sujeto. En suma, el deseo está presente. El deseo deja su estela, sus huellas que no pueden ser borradas plenamente con el goce.

La queja constante de los moralistas es la fugacidad de los encuentros humanos de nuestra época. Según estos reproches la fugacidad toma la forma del anonimato o la cosificación del otro; en estos encuentros se tomaría al otro como un simple objeto. Difícil afirmar que es un signo exclusivo de nuestra época esta actitud de muchos de nuestros contemporáneos. Para estos hombres defensores de una moral precontemporánea - destrozada por el vértigo y lo prolijo de visiones nuevas -, y que han tomado partido por el amor como perdurabilidad y lazos sólidos con el otro, la fugacidad o lo efímero de dichos intercambios sexuales o afectivos, están marcados por la intrascendencia. Afirman que son relaciones no profundas. Nosotros, contemporáneos les regalamos a esto enemigos de la fugacidad la palabra profundidad, y queremos para nosotros recuperar la dignidad de lo efímero; su importancia para la existencia humana. Para nosotros lo efímero en la contemporaneidad, su fugacidad, está asociado con lo intenso.
Todo encuentro breve, es un fragmento de emoción e intensidad. Quizás porque hemos comprobado –o más bien hemos internalizado- que todo es mortal, incluso los dioses y las relaciones amorosas.

Podríamos finalmente, después de esta breve travesía por algunas de las características que atraviesan nuestra sexualidad, preguntarnos si esto hace más feliz y más libres a los hombres contemporáneos, como pensaban o deseaban los liberacionistas sexuales. La respuesta es simple y breve: no. Somos distintos. Ni crepúsculo ni abismo. No podemos repetir como los conservadores, “no hay nada nuevo bajo el sol”, y captar nuestra sexualidad como la perdurabilidad de la condición humana. Ni tampoco pensar el tiempo presente como un puerto que promete todos los goces y bienaventuranzas. Nuestra sexualidad es diferente; es ruptura y continuidad difusa. Pero lo que debemos aceptar es que sexualidad la humana siempre es variable, y más hoy cuando tenemos el recurso de la ciencia contemporánea. Esto no excluye los padecimientos y desesperanzas, las fijaciones y los dolores de ausencia. Pero tampoco la embriaguez y la promesa de nuevos sentires hasta ahora no padecidos ni soñados.


NOTAS

[1] Para Luis Alberto Ayala Blanco el “mito es la apuesta para escapar de la miseria” (“Mito y Póiesis” . En: Revista Metapolítica. Vol. 2, número. 8, 1998, pp. 763).
[2] Lynn Margulis y Dorion Sagan afirman en su texto ¿Qué es el sexo?: “la mayor parte de los miembros de cuatro de los cincos reinos de seres vivos no requieren del sexo para su reproducción”( P. 17). Los cinco reinos son: bacterias, protoctistas, hongos, plantas y animales.
[3] Su famosa proclama de “Dios ha muerto aparece el la Gaya Ciencia, aforismo 343.
[4] Soler, Colette. La malédiction sur le sexe. L’inconscient homosexuel. (La Cause freudienne). 1997. P. 61. (La traducción es nuestra).
[5] El psicoanalista francés Nominé en una seminario en la ciudad de Medellín se lamentaba que el DSM-IV hubiera eliminado la homosexualidad dentro de las enfermedades mentales.
[6] Nietzsche, Friedrich. Crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial: Madrid. 1998. P. 55.
[7] El término minorías no expresa cabalmente lo que acontece con los grupos excluidos; a veces pueden ser mayoría étnica (como aconteció en Suráfrica con la población negra o en centroamérica con las poblaciones indígenas) o la mitad de la población (las mujeres). Designamos como alteridades no reconocidas a aquellos grupos o personas que no son consideradas como interlocutores válidos por una sociedad o cultura. Y designamos alteridades reconocidas como el otro que es considerado como un igual, esto es, que comparte mi identidad simbólica y que considero como interlocutor válido.
[8] Ibid. pp. 96-97
[9] La familia concebida por el cristianismo es posiblemente más antigua que esta religión, pero es este el que le da una institucionalización que no poseía. La burguesía, posteriormente, durante el siglo XVII afinará sus resortes y sus trampas.




7 Comments:

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